Cruzarnos de nuevo

Aunque la noche, conmigo,
no la duermas ya,
sólo el azar nos dirá
si es definitivo.

Jaime Gil de Biedma (Moralidades)

aeropuertobjaEsa mañana vi amanecer en el aeropuerto. Lo recuerdo bien, aquel cielo degradado en lila que capté con mi móvil. Pero cuando me bajé del taxi con mi maleta a cuestas, todavía era de noche en Madrid, y la Terminal 4 parecía una estación espacial en la que nos deslizábamos somnolientos –y trajeados, eso sí–, por pasillos interminables mirando al infinito. El infinito, muchas veces, adopta formas extrañas ante nuestros ojos: complicadas gráficas, objetivos que cumplir, una lista de aspiraciones truncadas o las curvas de un cuerpo amado abandonado entre las sábanas. Nunca se sabe, realmente. Los aeropuertos tienen eso; provocan en nosotros un cosquilleo de desasosiego incómodo; una incertidumbre extraña.
El altavoz de la terminal anunció la última llamada para el señor x y la señora z en su vuelo a Lisboa, próximo a despegar. Paseé la vista por las personas sentadas a mi alrededor, la mayoría absortas en sus móviles; sólo alguno dormitaba.

—¿Olivia? ¿Oli? –Me giré al oír mi nombre al tiempo que mi corazón daba un vuelco. Reconocería su voz hasta debajo del agua.

Siempre supe que algún día nos volveríamos a cruzar, así, por casualidad. En el lugar más inesperado –al volver una esquina, o en un puente colgante en la jungla, o en un café de Nueva York–, daba igual. Nos miraríamos a los ojos en silencio y nos reconoceríamos de nuevo, yo en él y él en mí. Y quizás entonces, ese sí fuera nuestro momento, al cabo de tantos años. Nos fundiríamos en un abrazo sin palabras en el que aspiraría hondo el olor que siempre me devuelve a su recuerdo, como si hubiera regresado a casa.

paisajenevado_bajaAl menos, así lo soñé durante los dos años que tardé en olvidarle. Muchos días me levantaba de la cama preguntándome qué paisaje contemplarían sus ojos en ese instante, qué otro cuerpo acariciarían sus manos, esas manos ardientes grabadas a fuego en mi piel, en cada rincón de mi ser. O si alguna vez descolgaría el teléfono para llamarme, aunque solo fuera para contarnos qué tal nos iba a cada uno por su lado. A veces, me lanzaba a la calle a recorrer su barrio, nuestro café preferido, nuestra mesa, los lugares donde habíamos paseado. Nuestros lugares. Nuestra gente. Su gente, en realidad. Esa que luego dejé de ver.

Luego, todo eso pasó. Aprendí a reconquistarme a mí misma, a clavar banderas imaginarias en los territorios de mi memoria. Y un día llegó alguien que me besó de nuevo en cada cicatriz cerrada.

Yo seguí con mi vida. Él con la suya, supongo.

Hasta hoy. Porque allí estaba, frente a mí. Con su pelo incontrolable, y aún ese aire desgarbado.

Me anclé a sus ojos cálidos, a su sonrisa, tan sorprendida como la mía.

—Hache, ¿qué haces tú aquí? –atiné a decir, no sé cómo, porque los latidos de mi corazón galopaban desbocados por todo mi cuerpo.

No hubo abrazo fundidos en uno. Sólo hubo un tímido beso. Bueno, dos: uno en cada mejilla azorada. Y su mano en mi cintura. Y la mía en su hombro. Aspiré su aroma: ya no usaba la misma colonia.

parejabesofrenteNos sometimos el uno al otro a un escrutinio emocionado, por ver qué rasgo recordábamos, qué parte de nosotros había cambiado. Puede que él hubiera dejado de ser ese joven con ansia de mundo que tiraba de mí hacia la luna cada noche; puede que yo tampoco fuera ya la chica soñadora que navegaba entre mar y tierra firme a merced del viento. Durante unos minutos, se nos atropellaron las respuestas a tantas preguntas guardadas durante años. ¿Qué haces ahora? ¿Dónde paras? ¿Eres feliz? ¿Lograste lo que perseguías? No nos dio tiempo a averiguarlo.

El altavoz de la terminal sonó de nuevo: última llamada para el señor Hache, su vuelo 8900 con destino a Copenhague cierra sus puertas en cinco minutos.

—Me llaman –dijo él con una sonrisa resignada–. Me ha encantado verte de nuevo. Quizás… –Alzó su mano y acarició despacio un mechón rebelde de mi pelo, del que decía acordarse a veces, cuando bebía alguna cerveza rubia.

Lo vi alejarse una vez más, con un revoltijo en el estómago, una sensación agridulce en el cuerpo. Quizás tampoco ese era nuestro momento. Quizás nunca lo fuera. Y no pasa nada.

Cinco días después, una tarde en que volvía de camino a casa, mi teléfono comenzó a sonar en el fondo del bolso. No me dio tiempo ni a mirar la pantalla. Apenas descolgué, ya me hiciste sonreír:

—Hola, Oli. Soy yo.

La inspiración para este relato se la debo a un post maravilloso de June Lemon, A veces.
#Encuentros | Al cabo del tiempo

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2 comentarios en «Cruzarnos de nuevo»

  1. Hola María:

    Te he descubierto hace poco, de momento me estoy leyendo el Mapa de mi piel y me está encantando.

    Y este relato … también, me quedo con ganas de mucho más.

    Ya tienes una nueva seguidora.

    Responder
    • Hola Elena! Muchas gracias por leerme y por pasarte a comentar! Supongo que dejarte con ganas de más es bueno… así podrás volver siempre que quieras! 🙂 Un abrazo!

      Responder

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